Fondos Cultura; La jaula de hierro

Por
Cristian Venegas Barrientos. Gestor y Productor Cultural

Un año más. Se acaban de liberar los resultados del quizás mayor concurso público de inversión a la Cultura en Chile. Los queridos y odiados “Fondos Cultura”. Pero, más allá del detalle de los montos asignados y del impacto (diez meses en la mayoría de los proyectos seleccionados), resulta necesario profundizar en el desgaste de un sistema de financiamiento público a proyectos culturales como el que tenemos, porque en definitiva, es un sistema que financia proyectos y no procesos en la mayoría de los casos, ni menos a instituciones que intermedian la oferta para la ciudadanía de manera permanente. Y así, se nos ha pasado el tiempo, entre ajustes, ampliando coberturas y multiplicando líneas de financiamiento al mil por ciento, maquillando en paralelo a un gigante que hoy tiene vida propia y que no tiene a nadie que lo pare. A pesar de que, varios gobiernos sucesivamente se han comprometido a mejorarlo , anunciando una pomposa “reingeniería” incluso, alguna vez, con bombos y platillos. Pues nada. Ahí sigue, a pesar de que Chile ya no es el mismo hace rato.
Este sistema de financiamiento público, que se sustenta en leyes y programas(directos-concursables), agrupa a una serie de fondos concursables sectoriales, que anhelan la mayor cobertura posible, algo así como: “a todos un poco, pero por poco tiempo” y que ha crecido por más de treinta años, llenándose de líneas-respuestas a sectores creativos específicos y con vericuetos que lo transforman en un entramado que cada año que pasa se vuelve más pesado, inmanejable y sin rumbo estratégico que lo vinculen en sintonía con la implementación de las Políticas Públicas Culturales, tanto nacionales, como regionales o sectoriales.
Reconocemos eso sí, que en su origen los Fondos Cultura, fueron una gran idea y anhelo, teniendo como el hijo mayor a ese “FONDART” por ahí en el año 1992, naciendo con la promesa de apoyar a la creación artística post dictadura. Pero, convengamos que, pasadas ya tres décadas, todo instrumento público está sujeto a una fatiga logística administrativa, a un desgaste programático desproporcionado y en algunos casos, a su vencimiento como solución, producto de la falta de impacto como política pública.
No quiero decir que se deban acabar estos instrumentos de apoyo público, todavía siguen siendo un pilar fundamental para la producción y creación cultural, que dan un valor único a los diversos dominios culturales, reforzando nuestro acervo. Pero a medida de su crecimiento y expansión, da la impresión que poco o nada sabemos sobre su impacto, sobre cómo esta mega inversión pública de décadas ha calado en los territorios. ¿Sabemos algo concreto sobre cuánto de esta inversión social ha cambiado la vida de las personas?¿conocemos cuál es su impacto en la economía pandémica como la actual?, ¿se cuenta con información sistemática y basada en diagnósticos que expliquen o den sustento a las decisiones de oferta presupuestaria, montos máximos, nuevas líneas o modalidades?
Y si bien es correcto indicar que el sistema en la actualidad genera significativos empleos a una clase cultural trabajadora precarizada, más aún en pandemia, es importante sostener que este es un empleo temporal y subvalorado, ya que en la mayoría de los casos, los honorarios no van acorde al tiempo invertido, ni menos a los valores de mercado. Una mirada neoliberal de entender el trabajo de quienes terminan subsidiando finalmente al Estado, al asignarse menos ingresos por desarrollar proyectos culturales desde un sistema burocrático que los vulnera.
Una dinámica que en definitiva ayuda a reforzar ciertas estructuras de clase, como bien lo señala el sociólogo chileno Tomas Peters, “da la sensación que está hecha para quienes tienen mayor educación y capital social/cultural, reforzando privilegios que el resto de la población no tiene, ni ingresos, ni años de escolaridad suficientes para acceder y participar, aumentando con esto la desigualdad”. O, como lo refuerza el último informe de la DIPRES que evalúa a FONDART como programa público, donde se señala, por ejemplo, que “sólo aquellos que logran especializarse en el lenguaje y en el conocimiento de la extensa oferta de financiamiento, puedan optar a postular con mejores posibilidades de éxito y, por otro lado, manifiestan que -dada la especificidad de algunas líneas o modalidades- se les obliga de facto a “forzar” sus propuestas artísticas para poder acceder al financiamiento”.
Así y todo estamos encerrados en un sistema perverso, perpetuado por la propia clase cultural , entonces ¿cómo avanzar en un sistema público de financiamiento moderno y que responda a las demandas post normalidad de una ciudadanía cultural que vive en la transición hacia lo digital y que requiere soluciones excepcionales?
Hoy, Chile es muy diferente a la década de los 90´s, más aún, los últimos años marcados por el estallido social y hoy, en plena pandemia producto del COVID19, buscando redactar una nueva Constitución Política para proyectar la vida en sociedad para el próximo siglo. Sin embargo, ahí tenemos al “Monstruo” concursable, sin que haya voluntad política para cambiar o modificar la Ley (leyes) que lo sostiene vivo. Sí, porque una de las razones de esta inmovilidad tiene relación con la rigidez de una ley que no permite hacer cambios sustantivos y radicales, dadas las actuales urgencias y cambios en las prioridades.
Hacer sostenible un ecosistema cultural nacional requiere de medidas innovadoras y arriesgadas, hay urgencias que atender como proteger el empleo cultural, la falta de diversidad en los contenidos digitales, el abrupto cambio en los hábitos en las personas, producto de los encierros, o la formación y desarrollo de capacidades digitales y tecnológicas para la clase cultural. Razones suficientes para sostener además, que tanto artistas, creadores, instituciones y agrupaciones, debieran contar con apoyos plurianuales y permanente desde el Estado , para hacerse cargo de estas urgencias. No es sostenible entonces volver a tener un sistema como el actual, basado en la competencia y que ahonda la desigualdad para afrontar futuras crisis y escenarios adversos, como los vividos durante la pandemia. Escenarios que requieren soluciones urgentes y que incluso, desde la Agenda 2030 de los ODS nos claman que abordemos.
Pero entonces, ¿qué alternativas tenemos para salir de esta jaula?, ¿avanzar de una lógica de concursabilidad cortoplacista, con bajo impacto a un sistema integrado de financiamiento público para instituciones mediadoras?, ¿focalizar la concursabilidad en áreas exclusivas para la creación y producción, dejando el resto de los recursos para acompañar procesos creativos de mediano y largo plazo, que consideren altos estándares de evaluación en su impacto?
Ideas en los actuales momentos de incertidumbre hay muchas para diversificar lo poco que tenemos para distribuir en estos malos años venideros y mientras dure la transición pandémica (menos del 1% del presupuesto nacionalse invierte en Cultura), lo que falta es en concreto voluntad política y causa común para dotar al país con un nuevo sistema de financiamiento más flexible, que promueva la intersectoralidad y que apunte a abordar las urgencias de estos tiempos. De lo contrario, estaremos todavía en el 2050 a duras penas, cuando el mundo sea otro, y sigan ahí como si nada estos incólumes Fondos de Cultura.

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